viernes

Venecia


Aunque intenté no dejarme impresionar por una belleza tan patente tuve que dar mi brazo a torcer nada más acceder a la Plaza de Roma. Si uno llega por tierra a Venecia tiene la oportunidad de observar por unos minutos el contraste. Atrás deja el mundo contemporáneo de coches y autobuses aún visibles y enfrente puede contemplar al mismo tiempo el Gran Canal con todos sus componentes: cúpulas verdeantes, góticas ventanas, muelles torcidos, aguas tremolantes y embarcaciones amarradas que bailan al compás de las que navegan.
Dos días enteros y parte de sus noches navegando en vaporettos me hicieron ver la ciudad desde todas sus perspectivas y atravesarla por su centro para darme cuenta, casi de inmediato, que se trata de una escenografía hecha verdad, un cuadro llevado a la realidad, como si todo ese programa viciosamente estético no hubiera salido de la cabeza de urbanistas, arquitectos, políticos, religiosos o escultores, ni siquiera de la mente de los siniestros dogos y pontífices sino de pintores que estaban todo el día pensando que una cúpula aquí, un campanile allí, u otro palacio un poco más allá quedarían magníficamente para que la urbe se viviera aun más plenamente como una pintura. 
Enseguida se me fueron de la cabeza las sombrías descripciones magistrales de Thomas Mann, que proyecta sobre la ciudad un montón de fantasmas suyos, y las aun más hieráticas de la película que este le inspiró a Visconti. Venecia no da sensación de decadencia sino de estar muy viva. A pleno sol resplandece y brilla con las miríadas de felices turistas. Al poco de llegar tuve una experiencia que los antiguos no tuvieron. Los grandísimos barcos transatlánticos cruzan por medio de la laguna, entre la iglesia de San Giorgio y la plaza de San Marcos, tan cerca que se puede observar al pasaje completo asomado a todas las terrazas, ventanas y puentes del inmenso buque, expectantes para ver, acaso sólo esos minutos, la mítica ciudad del Véneto.
Habrá que visitarla en invierno y solitaria, anublada y gris, para darse cuenta de que hubo un pasado más glorioso que este de los millones de visitas, una época en que fue más rica que ahora en la que las divisas entran a raudales pero en la que no se nota en nada esa fortuna pues no se viste ya más la ciudad de tintorettos, tiépolos, tizianos o veronesses de los de hoy, si los hubiere. Los dineros esos se han de ir a otras venecias de hoy ocultas.
Me empeñé en alojarnos en la isla, en el medio de todo ese barullo de bellezas, para no pasar, como tantos otros, desde Mestre o Lido, esa travesía del presente al pasado cada día y sentirme veneciano. Y al instante la irrealidad se apoderaba de uno al salir de casa y estar ya entre canales, gondoleros, palacios deslumbrantes o en ruinas. Echarse a la calle en plena noche, cuando todo estaba ya cerrado y perderse en la callejuelas y los canales durmientes hasta asustarse. Perseguir fantasmas era absurdo porque todo era fantasmagórico y las pequeñas anécdotas se quedaban un poco ridículas con aquellos personajes que quisieron dejar su impronta allí como quien se junta a una mujer bellísima esperando que algo de su hermosura se le adhiera. Y pasa al revés, que todo queda deslucido ante su brillo. Byron bobamente atlético nadando a braza el Gran Canal al completo, de norte a sur, Peggy Guggenheim como una excéntrica solitaria con su palacio, el más feo, a medio hacer y en su góndola privada, la última que hubo. Incluso el poeta Ezra Pound que, nevado de sus barbas y cabellos blancos enfurruñado y viejo, se recluyó allí en un último acto de egoísmo estético. Hasta el mismo Napoleón, que iba por el mundo diciendo una tontería tras otra frente a cada gran monumento que veía, sentenció de la plaza que era el más grande salón de Europa.
Y, al fin, fue sólo Casanova el que se le volvió, una vez más, simpático a uno entre esas calles por su deliciosa Historia de mi vida, aunque sólo una parte pase en Venecia. Sólo el veneciano le parece a uno estar a la altura de su ciudad. Su carácter, su deseo de fortuna, su disparatado hedonismo y su orfebrería narrativa encajan muy bien entre sus callejuelas, en los saltos de un palacio a otro, de una placeta peatonal a un puentecito interior, por las tenebridades de los soportales y en las prisiones de los plomos de las que al parecer se fugó. Todo lo cuenta deliciosamente, con el detallismo de un gran vitalista, de un ser dotado extraordinariamente para vivir la vida y, aunque se le acuse de pertenecer al antiguo régimen, que precisamente en su tiempo se extinguía, es para mí uno de los personas más modernos que han existido.
Sólo por hacer caso a los que me abruman con huir de lo turístico me fui al barrio de Dorsoduro y, para refugiarme de un espontáneo aguacero de verano me cobijé en el único establecimiento de una fondamenta sin barcas. Dentro sonaba una canción tras otra que no podía provenir de un tocadiscos. Era un librovejero de cabellos lacios, un poco largos y ya entrecanos, cuya mirada se ausentaba detrás de gruesos vidrios de enormes gafas como si no estuviese allí para atenderte sino dentro de sus canciones en inglés que acompañaba de guitarra un poco country que no pegaba muy bien con la Venecia lluviosa. Medio escondido de él y de la lluvia, en el quicio de la puerta ojeé el material más raro que tenía: cajas de fotos viejas de gentes de Venecia. Fotografías privadas. Salían en ellas guardias urbanos en pareja, mujeres de los años sesenta con peinados sorprendentemente abultados, y la ciudad al fondo, en blanco y negro o a color rojizo, virado de tiempo, arquelogías del presente en fuga. Venecia normal y Venecia nevada e inundada. Todas tenían ese descuido del fotógrafo accidental, la torpeza de la mirada de quien sólo la usa para ver y, de pronto, se encuentra con que dentro de las imágenes aparece la gran belleza. 
No me quedé con ninguna de ellas porque me negaba al tiempo aplastándose una vez más entre mis manos, a esa constante presencia de lo muerto cuando lo que existe aún está vivo, vivo como siempre. Me fui a San Marcos, en cuya tienda, bajo las cúpulas de más de mil años forradas de teselas de oro, compré un pequeño grabado colmado de detalles. El autor, sin eludir la dificultad que entraña, representa absolutamente todo.  La vista recoge el final del Gran Canal con Nuestra Señora de la Salute en el centro y al fondo, en cuyas cúpulas un golpe de esférica luz blanca ancla la mirada. Exactamente el dibujo se ha hecho desde el puente de madera de la Academia. Cuatro gaviotas vuelan a ras de las aguas sintetizadas en horizontales a punta seca y, más allá, la silueta de un gondolero se afana en alcanzar el medio. Barcos de vela que ya no se ven. Una chimenea echa humo que se va a un cielo de grises que representan el azul y manchas blancas rizadas para las nubes. Todo está perfecto en el pequeño grabado, lo he comparado con una fotografía que tomé desde el mismo punto. Todo bello y vivo como ahora, como si el dibujo no hubiera sido hecho copiando la ciudad sino como boceto previo, nacido de la mente de un pintor muy diestro, para llevarla a la realidad.

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