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CLARABOYAS Y CLARABOYAS Por Bruno Marcos. La Nueva Crónica

Resulta extraño encontrar este libro sobre la revista Claraboya y comprobar que la edición no ha estado a cargo de ninguna institución cultural de nuestro territorio sino de una empresa privada. Se entiende inmediatamente cuando uno se fija en que el sello es de la editorial Eolas que, en plena marejada de bancarrotas, recortes y parálisis institucional, pilota Héctor Escobar como si no pasara nada flotando entre tiburones.
Es un libro que conmemora el 50 aniversario de la revista leonesa con una recopilación de textos e imágenes sobre aquella aventura literaria cuyo contenido toma forma de exposición estos días en las salas del Centro Leonés de Arte de la Diputación.
Claraboya fue una revista literaria leonesa que se viene a citar siempre como sucesora de aquella ya mítica de Espadaña, que Victoriano Crémer, Eugenio de Nora y Antonio González de Lama metieron en la historia de la literatura española en la primera postguerra. Claraboya se publicó entre 1963 y 1968. Sus principales promotores fueron Agustín Delgado, José Antonio Llamas, Ángel Fierro y Luis Mateo Díez, aunque en su entorno anduvieron muchos otros de esa generación y otras como Jesús Torbado, Bernardino M. Hernando, Antonio Pereira, Antonio Gamoneda, etc. También hubo artistas como Higinio del Valle, Antón Díez, Horna, Jular, Manuel Martín, etc. Colaboraron además personalidades literarias como Vicente Aleixandre, Celaya, Valente, Gimferrer o Claudio Rodríguez entre muchos otros. Duró 19 números y era expresión de esa España de los años sesenta tan privada de libertades y tan deseosa de ellas.
Los autores principales de la publicación la recuerdan con ternura y se filtra siempre en sus comentarios una mirada indulgente hacia la juventud propia y la del país. Como es lógico abordaron ciertas preocupaciones que hoy nos parecen superadas pero que, seguramente, obraron en buena medida el presente que tenemos. En el texto introductorio se admite que la revista estuvo aislada, que aunque tomase vuelo nacional no había un verdadero diálogo con los centros de producción cultural. Llama la atención que esa inquietud general, de orden político y social, se manifestase en los sesenta con una gran fe en el papel de la cultura que casi está desaparecida. La sola pregunta que se planteaban de cómo habría de ser la literatura en ese tiempo, esa ambición útil y monolítica, nos hace sonreír ante el ingenuo pero verdadero anhelo suyo, totalmente olvidado hoy cuando la cultura está prácticamente desaparecida bajo la industria del entretenimiento. 
La postura de los de Claraboya se ve comprometida entre la poesía social y la culturalista que se ponía entonces como nueva y, en esa encrucijada, se los ve proponiendo algo difícil de visualizar, una suerte de poesía dialéctica equidistante de la social y la intimista al tiempo que se alimentara de ambas. De esa dicotomía no es que no se pudiera escapar en la España de los 60 sino que, probablemente, no ha habido manera de hacerlo en ninguna de las épocas de la historia. 
En el Nº 1 impacta la contundencia del editorial que arranca con un directo «¿Qué poesía hace falta hoy?» para concluir en página y media algo que habría costado cientos de ellas, que quienes mejor escribieron fueron los que mejor vivieron su tiempo y su historia y que, en la España de Claraboya, la Historia se inventaba y no se vivía y, por lo tanto, la poesía española más que vivida era inventada y, por lo tanto, falsa.
En el Nº 3 se dicen cosas terribles también como que en España nada más se ha hecho que retórica de lo social: «Se ha tomado el hambre del pobre para escalar en el viciado mundo de las letras». Y con todo verdades como puños, clásicas y válidas para todo tiempo.
El acierto de este proyecto es recuperar y poner presente una iniciativa literaria que fue seminal y que ilustra los comienzos de grandes escritores de aquella generación al tiempo que retrata una época. El fallo es plantear su exposición, aparte de la correcta sección documental, en tono de homenaje porque el espectador encuentra algunas obras sin conexión entre ellas o con el tema general. Por otro lado no basta para sustentar la teoría de la unión entre las letras y las artes retratar escritores, hay que participar de una misma mirada al mundo. 
Encontramos algunos artículos en el libro magníficos como los de Antonio Colinas, Rogelio Blanco, el de Juan Pedro Aparicio que admite haber callado más de tres veces cuando se le adscribe a la revista sin haber escrito nunca en ella como José María Merino, también el de José Enrique Martínez que explora a Cernuda en torno a estos escritores, el de Ernesto Escapa que apunta delaciones periodísticas de Dámaso Santos, González de Lama o Crémer y los de José Luis Puerto, Fulgencio Fernández, Tomás Sánchez Santiago o Julio Llamazares. Otros aportan poco. Los hay, incluso, que nos dejan extrañados al admitir no haber tenido la revista Claraboya en sus manos nunca, ni haberla leído.
Hoy lo que más sorprende es que entonces, en aquellos años plomizos del franquismo, se creasen, pese a todo, alianzas como aquellas para sacar revistas como esta y que los talleres impresores de la Diputación estampasen de balde los 300 ejemplares de cada número. Estas operaciones parecen imposibles para los escritores y artistas de León hoy. Las letras y las artes de nuestro lugar y nuestro tiempo, con la excusa verdadera de la crisis, están mucho más solas. Alguien debería reflexionar y despertar de la siesta ya muy larga para asumir la responsabilidad que tiene de apoyar y dinamizar, de verdad, la producción cultural actual con el único criterio de la calidad aunque sólo fuera por hacer justicia a sus siglas. No se entiende que instituciones culturales no editen casi libros, ni den becas a investigadores, escritores o artistas, entre otras muchas cosas. 
Las claraboyas de hoy lo tienen más difícil que las de ayer y eso que ahora no hay Manueles Fragas como aquel que, de viaje por León, mandó cerrar la claraboya de Claraboya al ver a uno que, después de mirar por su agujero, avisó de que «No amanece».





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