Cuando se ha sido de León se tiene ya mucho perdido. Lo dice Andrés Trapiello, pero lo dice como si esa pérdida fuera algo bueno, como quien asegura que con nacer en una familia de dinero se tiene la mitad del camino andado. A lo que se refiere el escritor es a la vocación literaria pues apuntala esa afirmación con : "... y eso es bueno para soñar".
Todo el mundo se pregunta por qué en León se dan tantos literatos y tan buenos, por qué das una patada a una piedra y salen quince poetas y cuarenta y dos novelistas, amén de trece ensayistas y catorce dramaturgos. Hace poco Antonio Colinas comentaba en una conferencia que incluso se llegó a hablar de la mafia leonesa y se extrañaba de que nadie se plantease una cosa así de los escritores, por ejemplo, de Barcelona. Para explicar esta inexplicable alta tasa de natalidad de escritores se ha hablado de la memoria, de la historia empastada, algunos argüían el frío intenso y la longitud del invierno, pero nadie da con una atinada respuesta.
Cuando yo llegué a León no sabía que esta era una ciudad que se vivía a sí misma como inmersa en una decadencia perpetua, un lugar donde se creía que el presente era malo pero que el mañana sería mucho peor. El contraste era grande porque yo venía de una que era todo lo contrario y que se sentía a sí misma como un paraíso que se perfeccionaba a cada instante aunque, en realidad, se edificaba sobre la violencia. San Sebastián lo definió muy bien Daniel Múgica en La ciudad de abajo: "Una ciudad de cuento de hadas manchada de sangre."
León al final de los setenta era otra cosa, un viaje al pasado, una ciudad hecha a trompicones donde se juntaban los huraños vientos de la montaña y las estoicas nubes altas de la meseta, una ciudad de grisuras sin plan urbanístico, salpicada de prados y descampados donde a sus anchas y entre escombros, a la mínima, reafloraba el reino de la espiga, una capital de provincia en la que, cuando menos lo esperabas y de pronto, todo el mundo se iba al pueblo.
Los bloques de pisos nuevos convivían con casas bajas en ruinas aún habitadas. Una de ellas, en el barrio de Santa Ana, enmohecida y críptica, con un soportal sustentado en torcidísimas vigas viejas se mantenía en pie como un vórtice misterioso y negro hasta que la especulación inmobiliaria ya en la democracia se la llevó. Era, lo supe luego, la casa de los Durruti, la familia del legendario anarquista, que la dictadura extrañamente no derrumbó. Para ir al colegio pasaba, nada más ni nada menos que por un mercado y feria de ganados, con caballos, cerdos y terneras desfilando por la acera. Y los escritores viejos que luego leí añoraban todavía un León más viejo, un León de curas ociosos y tratantes de ganado, de gitanos acampados en pleno barrio del Chantre en el que vivo ahora.
Aún no me explico que durante algunos años, los primeros míos leoneses, viviendo como vivía en los aledaños de la catedral, nunca reparase en ella. A la vuelta de la esquina, al salir del portal de la casa de mis padres se levanta majestuosa y fantasmal, como picada en las nubes y colgada de ellas y rodeada de casuchas medio hundidas, y no recuerdo tener noción de ella hasta tener diez o doce años, cuando, durante una tormenta de verano, un grupo de niños ejecutamos una expedición a ella y la penetramos. Me imagino que haberla visto antes me habría impresionado y me acordaría. Aunque pasaba frente a ella no la veía porque todavía no era leonés del todo y para serlo hay que mirarla y ponerse triste. La catedral es la constatación más grande de un pasado perdido, el epítome de todas las nostalgias, el arranque de todas nuestras literaturas.
León vivía y tal vez viva en una nostalgia de sí misma, una nostalgia que no se sabe de qué tiempo es. Recuerdo que al asomar a la adolescencia un grupo local de música pop compuso un himno que se preguntaba qué quedaba hoy de los héroes de ayer. Qué barbaridad, los jóvenes leoneses de los ochenta trocando el impulso juvenil en reflexión metahistórica mientras Alaska, por ejemplo, gruñía aquel "a quién le importa lo que yo haga".
Yo desde que llevo viviendo en León que es casi toda mi vida veo que todo aquí sale mal. Tal vez porque seamos especialmente torpes o porque una fatalidad grande nos azote. En una entrevista que hice hace unos meses a Julio Llamazares, precisamente sobre un tema tan afín a estas reflexiones como la ruina, apuntaba que el desastre de León no puede ser culpa de una sola persona, ni siquiera de varias sino de muchas. Claro que tal vez toda esa confluencia de desgracias, cierres y fracasos y todos esos cuentos de la lechera en los que vivimos sean parte de un muy detallado plan cósmico para producir tan buenos escritores, tan buenos soñadores. Amén de que soñar, añorar, fantasear y, por último, escribir son gratis, y, además papel y tinta corren por cuenta del afectado.
Así no es de extrañar que las autoridades municipales, como leo en una noticia reciente, dejen olvidado, dormido y hasta cataléptico el certamen poético Antonio González de Lama y no se consideren obligadas a dar ni una mínima explicación argumentada, y tampoco es raro que antes, en la última convocatoria de la que se tiene noción, enigmáticamente se declarase el premio desierto, aunque como he oído se presentasen cientos de libros y entre ellos el de un todo Leopoldo María Panero.
Basta con ir a ver la casa de Don Antonio con la placa y todo al pie de la catedral. Irónicamente la fachada se tiene en pie para encarar el barullo de bellezas de la pulcra leonina que derraman su abundante nostalgia pero dando la vuelta a la manzana de casuchas de pueblo esta toda caída con las tripas secas y el esqueleto a la intemperie.
La verdad es que uno se pregunta para qué promover la literatura en unos predios con tanto excedente, en una ciudad en la que, prácticamente, lo único que se produce es literatura y con inversión cero, y, además, es buena. Como todo hay que hundirla, hacerla fracasar como se pueda para que no decaiga ese espíritu general de decadencia, para que uno por ser leonés tenga, de entrada, ya mucho perdido y así las propias ruinas de la literatura alimenten a esa misma literatura y los escritores surjan solos, a su aire.
gran artículo, Pío!
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