domingo

Aniversario de la muerte de Machado

Ayer hizo 75 años de que Antonio Machado murió. Aquí pongo un artículo que escribí hace tiempo.


Los rostros de Machado
Bruno Marcos

Los retratos, las fotografías de los poetas, cuando estas son de finales del siglo XIX o principios del XX, provocan una sensación muy distinta a las de los vates de ahora. Pero hay muy pocas de entonces, parece que un escuálido repertorio iconográfico diese imagen a toda un época, como si esa no se hubiese resuelto, al igual que el presente, entre imágenes y más imágenes. Evidentemente esto se debe a una cuestión técnica en la que aún alboreaban los rudimentos de la ciencia fotográfica.
Las fotografías de aquel tiempo eran siempre posados de una estética muy cuidada. La composición, el ángulo o la iluminación eran ordenados en forma estereotipada, además la figura escogía su mejor atuendo y adoptaba bellas expresiones, sobre un fondo que, por lo normal, era un telón pintado escenográficamente o un degradado espacial que, académicamente, contrastaba con las luces y las sombras del retratado.
Sólo al generalizarse el uso doméstico de las cámaras fotográficas aparecen esas instantáneas donde los personajes nunca se encuentran bien, ante las cuales los modelos ocasionales reprochan al género una injusticia estética para con la realidad que ellos juzgan más hermosa.
Sobra decir que las fotos antiguas tienen mucho de obra pictórica. Los pintores que fueron sorprendidos históricamente por el descubrimiento de la fotografía hubieron de escoger entre hacerse fotógrafos o embarcarse en el fantástico periplo de las vanguardias. Incluso se dio una corriente de fotógrafos clasificados como pictorialistas que pretendieron transportar a este medio la pintura en cuerpo y alma. Pero, además de este tanto de pintura, estas fotografías de escritores tienen mucho de escultura, de estatua, de ambición por aplastar el tiempo perpetuando la imagen con un valor épico. La piedra parece el material de esos retratos, un blanco y negro escultórico descarna los rostros al tiempo que los vuelve inexpresivos y clásicos.
Quizás el primer autor que sorprende apareciendo en efigie fotográfica sea Gustavo Adolfo Bécquer, a quien encontramos propulsado hacia el pasado en sus retratos. Es tal vez el primer poeta hispánico del que encontramos fotografías. Uno piensa de primeras que no puede haber fotografías de Bécquer, que era un antiguo, y realmente el deseo de pasado de los románticos los ha arrojado hacia atrás de su propio tiempo. Lo cierto es que murió en 1870, hace casi nada. Lo raro es que no haya más de él. Teniendo en cuenta que la primera fotografía es de 1826, el tosco paisaje de tejados que Nicéphore Niepce captase desde su ventana, se torna incomprensible que existan tan pocas fotos de los literatos nuestros de esos tiempos.
El álbum se hace un poco más extenso enseguida, por ejemplo con Antonio Machado, que vendría al mundo cinco años después de la muerte de Gustavo Adolfo. Sus fotografías van desde el aspecto romántico, con timidísimas guedejas de joven apocado modernista, hasta la imagen clásica de señor con sombrero en el café alcanzando la bonhomía de la que él mismo se cargase en su célebre autorretrato poético. No se aprecian esos aspectos pintorescos de los que todos hablaran, hasta él mismo, su famoso desaliño indumentario; muy al contrario parece un hombre muy elegante. Decía Unamuno: “Vengo de saludar al hombre más descuidado de cuerpo y más limpio de alma de cuantos conozco”. Y esta falta de sincronía entre fotografía y retrato literario es sumamente inquietante.
Antiguamente, en toda época, abundaron esos ejercicios escritos del retrato literario. Sin embargo parece innecesario hoy a los autores escribir cómo son físicamente, sobrado explicar, al igual que explicaron Cervantes o Góngora, que eran uno algo cargado de espaldas y otro de nariz corva cual alquitara.
Algunos retratos literarios hay de Don Antonio y sus autores, en muchos de ellos, se quejaban de su forma de ser taciturna, como si una tan bella poesía como la de Soledades no debiera ir soldada a un ser triste. Pepín Bello, ese longevo testigo de la edad de plata recientemente desaparecido, dijo de él: “Era de una miseria, de una elementalidad, de una tristeza sin límites”.
Los biógrafos reconocen que no fue una vida la suya como para estar muy alegre. Al punto me vienen las fotografías de su boda soriana. Tan de negro los dos, con la esposa aún adolescente tan disfrazada de señora, hoy parecen el preludio de la temprana muerte de la dama. En la La novela de un literato, Rafael Cansinos Assens nos lo muestra al poco de enviudar, hallado solo entre la multitud de una verbena madrileña, de luto, pálido y serio, entre una masa que ignora las tristes y exquisitas armonías que vibrarían en aquel cerebro de poeta.
Sin embargo constancia hay también de su fino sentido del humor y de su picardía. Así ocurre en situaciones narradas por contemporáneos en las cuales el personaje, ya esculpido en el imaginario colectivo, se nos torna riquísimo en matices inesperados. Por ejemplo en los primeros pasajes de esta obra de Cansinos se nos hace una preciosa crónica de la visita que realizaron varios escritores al joven Juan Ramón Jiménez ya ingresado en un sanatorio afectado por el mal de temer la muerte repentina. Antes se reunieron en la casa de los Machado. Rafael la describe como un desolador piso bohemio en un caserón destartalado. En él hallaron a Antonio afeitándose frente a un trozo de espejo sujeto por un clavo a la pared. Para entretenerse convencían burlonamente a un poeta bisoño de que para ser genial había que ser invertido. Villaespesa insistía y, al fin, proclamó: “Hay que ser invertido y asesino. El artista es un amoral. Yo, aquí donde usted me ve, he matado a una vieja... Y Antonio Machado ha estado en presidio por falsificar una letra. Aún le queda al andar el resabio del grillete...” Parece ser que Don Antonio, aunque serio y sin dejar de afeitarse, asentía.
Además cuenta Rafael que se hizo famosa la frase pronunciada por Antonio al recibo del poemario dedicado Sol de la tarde pensando en venderlo al librovejero: “Sol de la tarde, café de la noche”.
También ha gustado mucho retratar a Machado por comparación con su hermano Manuel. Escribe Don Pío Baroja en Aquí París: “Antonio Machado era un hombre bondadoso, persona de sentimientos nobles y capaz de sostener una actitud difícil. El otro hermano, Manuel, era un señorito de poco fiar”. Cansinos compara: “Manuel, efusivo, ligero, chispeante, andaluz pizpireto; Antonio, serio, ensimismado, meditabundo, lacónico como un espartano, descuidado en su atuendo, con manchas de ceniza y alcohol en su traje viejo y raído”. Y la comparación es de una simpleza colosal que, más allá de la mera descripción, reprocha veladamente a ambos no constituir una homogeneidad fraterna que conjugase la genialidad grave con el garbo flamenco.
El caso es que ni retratos fotográficos ni literarios acaban de darnos una satisfactoria imagen de los poetas. No sabemos cuánto más tienen los retratos literarios del retratista que del retratado o cuánto las fotografías de instante congelado, de pose o deseo perpetuador y heroizante. Seguramente el impulso primero que da sentido a los retratos no sea otro que el de siempre, parar el tiempo; pero también hay un deseo descriptivo puro y una curiosidad novelera, fetichista, a los que dan respuesta esas fotos estatuarias falsificando la realidad o provocando, sobre ella, un instante noble a la altura de la literatura que acompañan. Casi todas las ediciones de antes llevaban la imagen del autor en las primeras páginas y esas imágenes daban rostro a las palabras que la proseguían ubicando, en una realidad matizada, la máscara que transportaba un alma. También llevan foto muchos libros de ahora pero no es lo mismo.
Seguramente el más nítido rostro del poeta nos lo dé, como es lógico, su obra.

Aparecido en el suplemento cultural Filandón.
Diario de León. Domingo 6 de abril de 2008.

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