jueves

ESCRITA EN EL SUELO por Bruno Marcos en La Nueva Crónica




Seguramente la paradoja más grande con la que vivimos en nuestra ciudad sea la de saber que el hotel más lujoso que tenemos, albergado en el interior de un histórico palacio plateresco, ha sido también uno de los campos de concentración más crueles de los habidos en la guerra civil española.
Toda suerte de hombres ilustres, reales o míticos, como Hércules o Héctor, Julio César o el Cid entre otros, se vieron obligados a observar, desde los medallones de la fachada en los que aparecen representados, cómo entraban miríadas de presos a la máquina de dolor que se había instalado en sus entrañas el 25 de Julio de 1936 y que funcionaría, a pleno rendimiento, hasta 1940. Las cifras hablan de que pasaron unas 20.000 personas por el penal y que la población reclusa llegó a los 6.700 reclusos al mismo tiempo.
Las condiciones del confinamiento enseguida fueron atroces. Las dependencias destinadas a celdas lo habían sido antes a establos de caballos sementales del ejército y estaban llenas de excrementos. La higiene nula, la comida escasa y agusanada. El hacinamiento total, tocando a más de un hombre por metro cuadrado. La brutalidad, los paseos, las sacas, los fusilamientos y los macabros falsos fusilamientos: «La primera vez que me sacaron de la Celdona para fusilarme —escribe Victoriano Crémer— en compañía de varios compañeros de destino, registré perfectamente los datos de la muerte: Nos habían colocado contra una de las tapias del patio, uno al lado del otro, formando un friso de silenciosos fantasmas, de acongojados premuertos. (...) Y ninguno de los condenados acertábamos a componer una queja. (...) Y sonó la descarga... Y fue entonces, en esa rapidísima porción de tiempo, que no es ni tiempo siquiera, desde que sonó la explosión de los fusiles hasta la muerte prevista, cuando se me proyectó la estampa completa, agitada, de mi vida (...) La tragicomedia había terminado. Nos volvían a las celdas como resucitados…» 
Además estaba todo lo que gravitaba en torno al gran fantasma con crestería de piedra calada. Las mujeres que habitaban en las inmediaciones, de luto anticipado, que luego andarían, de paraje en paraje, a buscar a sus hombres entre los cadáveres apilados tras la última ráfaga, o los nazis de la Legión Cóndor que, hospedados en el hotel Oliden y aledaños, dedicaban ratos del domingo a pasear por el penal sacando fotos a los presos.
Poco más que el silencio y el paso del tiempo caen sobre la paradoja y el dilema moral de San Marcos. Da la sensación de que se vivió y se vive todo aquello como un secreto que se va diluyendo sin recuerdo. En realidad el milagro español de la transición pacífica y el establecimiento de lo que ahora llamamos el régimen del 78 se basa en el poder disolvente del olvido. Debemos figurar en los primeros puestos mundiales en cuanto a ausencia de justicia retrospectiva, de hecho somos el segundo país del mundo con más desaparecidos cuyos restos no han sido recuperados ni identificados, más de cien mil, siendo sólo superados por la Camboya del monstruoso Pol Pot. Además, cualquier intento de hacer una lectura objetiva y reparadora del pasado es considerado por parte de la opinión pública como ridículo, inoportuno o partidario.
Es cuando menos irónico que las microacciones del arte contemporáneo, como esta del artista Luis Melón Arroyo del 12 de septiembre, sean unas de las pocas cosas que hacemos para restañar heridas tan grandes. La obra consiste en escribir los nombres de los presos, uno a uno, con tiza en el suelo de la plaza frente a la fachada de San Marcos. Una tiza que se llevarán los vientos y la lluvia, los zapatos de las gentes al pasar y las mangueras de la limpieza urbana.
La escritura del nombre es un acto primario de fijación, eficaz en el espacio de lo simbólico para retener algo de lo que desaparece al tiempo que se hace una despedida. El trabajo artístico de Melón Arroyo está pensado para llevarse a cabo con medios efímeros que lo dotan de un naturaleza frágil pero, justamente por ello, también crítica.
Es referencia del artista el monumento a los veteranos de Vietnam que Maya Lin llevó a cabo en 1982 en Washington y que supuso una ruptura respecto a la tradición del arte público conmemorativo.  Maya Lin trazó un ángulo en una pradera y hundió el suelo de su interior colocando en la falla un muro de mármol negro en el que se inscribieron los nombres y apellidos de los 58.261 muertos estadounidenses en aquella contienda. Lo tacharon inmediatamente de antipatriota porque mostraba, individualizadamente, el drama de la muerte y daba opción al recuerdo en lugar de sustituir todo el horror por una abstracción heroica como se venía haciendo tradicionalmente.
La obra de Maya Lin y la de nuestro artista no pretenden recordar las cosas horribles que pasaron, ni mantener heridas abiertas, sino todo lo contrario, cerrarlas bien, para ello hay que hacer aparecer la verdad en el espacio de los hechos, aunque sea con tiza y escrita en el suelo.


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